1 may 2011

Orfeo I


Orfeo, el más importante, el más grande, el más bello, el más enigmático cantor de la antigüedad. Hablaremos hoy de una bella historia que aconteció hace muchos siglos. Tantos, que posiblemente aun fuera más bella. Se cuenta que del grandísimo dios Apolo nació Orfeo. Su madre posiblemente Calíope, la patrona de la poesía épica.

Sobre él se decía “En infinitas baladas los pájaros volaban en círculos sobre su cabeza, y los peces saltaban hacía él desde el mar azul

Los animales se juntaban a su alrededor cuando empezaba a cantar y a tocar, los animales del agua, los animales de la tierra, los animales del aire. Pero no sólo los animales se le acercaban, como cuenta la leyenda, también lo hacían los árboles y los arbustos. También las colinas, las piedras, los riscos siguieron, y cuentan que las montañas, y cuentan que las montañas arrancaron sus anchas raíces e hicieron que la tierra se estremeciera.

También se dice que esas piedras que emergen desde lo profundo, asomaron para oír cantar a Orfeo con la lira de Apolo.

Etimológicamente, Orfeo significa “lo oscuro” y así fue uno de los pasajes de su vida, que acabó convirtiendo al alegre cantor en una figura tenebrosa y enigmática.

Apolo había participado en la expedición de los Argonautas. Nuestro cantor viajó a bordo del bajel Argos en compañía de muchos. Y no fue un tripulante más, puesto que cuando divisaban enemigos, sacaba la lira y empezaba a cantar. Estos al oír tan asombrosa melodía se quedaban paralizados y dejaban caer sus armas al suelo. Y claro, mientras tanto los griegos degollaban tranquilamente.
Pero no acabó aquí la utilidad del joven Orfeo. Al pasar con el Argos cerca de la isla donde vivían las sirenas, Orfeo cantó tan fuerte que la sutil voz de estos monstruos no llegó a oídos de la tripulación, y el barco pasó de largo. Aunque no es por esta razón por la que recordamos hoy al hijo de Apolo.

Al regresar de su viaje, Orfeo se topó con Eurídice, y se enamoró de ella al primer vistazo. También Eurídice se enamoró al instante de él. Eran la pareja más bella y feliz de aquel tiempo. Pero a los griegos les sobreviene la tragedia. Un día, Eurídice salió al campo a coger flores para Orfeo, aprovechando que este había ido a la ciudad a comprar una delicada tela para Eurídice. Caía la tarde soñolienta de verano, las abejas zumbaban en torno a las flores. Eurídice esperó a que libaran su néctar y sólo después las cortó.

Pero las abejas pertenecían a Aristeo, el apicultor más famoso de la antigüedad. Era el inventor de la apicultura, regentaba con éxito un establecimiento y surtía de miel toda la tierra, y no sólo a los hombres, también a los dioses.

Aristeo no le quitó ojo a Eurídice mientras esta se agachaba a coger flores, y en menos que canta un gallo corría detrás de ella henchido de deseo. Eurídice huyó precipitadamente y Aristeo la siguió. Eurídice sintió un miedo terrible ante aquel hombre con la cara cubierta con una redecilla extraña, y como no miraba el suelo, pisó una serpiente y esta le mordió el pie. Eurídice murió instantes después.

Cuando Orfeo regresó de la ciudad con la delicada tela de su amada esposa, ella ya estaba muerta.
Se sumió en la más profunda de las tristezas, en una tristeza que el mundo hasta entonces había tenido por imposible. No comía. No dormía. No podía estar tranquilo ni un minuto. Caminando componía los cantos fúnebres más hermosos, como no se habían oído nunca.

Orfeo se puso en camino hacia el fin del mundo. Marchó al sur, y más al sur, y más al sur, hasta que llegó al cabo sur del Peloponeso, donde hay una entrada al reino de los muertos, el reino del Hades. Ante la entrada se situó Orfeo tocando la lira y cantando, envuelto en una oscura nube de tristeza. Sabía que era Hermes quien  guiaba suavemente a los infiernos, y era él quien había conducido a su esposa Eurídice por esta entrada hasta el espantoso reino de las sombras.

Orfeo estaba a la entrada con su lira, cantando y tocando, y su música y su canto no eran sino una melancólica llamada a Eurídice.
Así quedó demostrado que estos no solamente eran capaces de ablandar las piedras y obligar a los árboles y a los arbustos a caminar, y a los animales a escuchar y bailar, y a las montañas a tirar de sus raíces, sino que también pudieron dominar el corazón de Caronte, el barquero que llevaba a las almas por la laguna Estigia, de una orilla a otra. Y Caronte, que de sobra sabía que los vivos tenían prohibido el paso, se dejó convencer por esta música, se dejó seducir, y permitió a Orfeo, un vivo, subir al bote, llevándole a la otra orilla de la laguna.

Allí esperaba Cerbero, el perro del Hades, segunda medida de seguridad para que ningún vivo entrara en los infiernos. Pero el canto de Orfeo también hechizó a ese monstruo de muchas cabezas, que le dejó pasar, y así el cantor penetró en el mundo de los muertos.

Y mientras se adentraba cada vez más en la oscuridad absoluta, seguía tocando con su lira y su canto no cesaba de llamar a su amada Eurídice...

No hay comentarios:

Publicar un comentario